jueves, 27 de mayo de 2010

Glorias perdidas.

Todo se ha ido, la grandeza no habita más el cuerpo de este guerrero como en épocas de antaño. Las luces en sus ojos y el caminar seguro lo han abandonado y sólo queda ese andar cansino con el cual va dando tumbos en la calle pues su cuerpo sólo tolera las más monótonas llanuras y no soporta ni baches, ni cordones, ni desniveles, ni hombres. La seguridad se ha escurrido entre sus manos como agua, como si lo que alguna vez fuera lo sólido del barro cocido ahora se derritiera en su palma como arcilla líquida. Y ya al ver todo deformandose e incluso perdiendo sentido, no hay motivos para luchar lo que suena a batalla perdida; todo se ha pervertido, no hay un norte, un ideal, un por qué. Sólo vive por la pulsión de la sangre, es tonto y trémulo pero al oler los cuerpos furiosos a la distancia logra revivir, su pasión renace por lo que dura la matanza, por lo que dura la adrenalina del movimiento de la espada y el calor de los movimientos bruscos. La vida es motivada por placeres transitorios y destructivos y ya no se distingue el medio y el fin, sólo ese sentimiento de vivacidad que por unos momentos se apodera de su cuerpo. Pero la batalla acaba, los cuerpos muertos se enfrían y cuando sólo quedan este guerrero, el espacio vacío y la única esperanza de un nuevo encuentro de violencia, esperando que alguna vez el motivo de la sangre derramada sea más que el placer de matar, todo eso que llenaba la ausencia de las razones de antaño vuelven a desaparecer para dejar un cadaver en vida, movido sólo por la ilusión de volver a crear a espadazos con su destrucción más de lo que destruye.